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La buena comida y las letras siempre se han llevado bien. Entre las obras literarias que describen a la comida como una epifanía, destacan Chocolat –que protagonizó Juliette Binoche-, Vatel –con el inefable Gérard Depardieu- y, por supuesto, El festín de Babette –con Stepháne Audran como la protagonista, quien, por cierto -me enteré en los obituarios del Oscar-, falleció el año pasado.

El cuento largo de Karen Dinesen –la baronesa Blixen- nos relata la cena que Babette les da a sus invitados, después de ganar la lotería, para agradecer que la hayan rescatado cuando su mundo colapsó. Ella era la cocinera del Café Anglais, en París. Leyendo La educación sentimental, de Flaubert, en dos ocasiones Fréderick Moreau visita dicho café para combatir la depresión, lo que demuestra que ese lugar espléndido sí existió.

Tengo en mis manos un hermoso libro: 365 bonnes raisons de passer à table, de Stéphane Reynaud y miro pasar caracoles, mejillones, ratatouille, sopa de castañas, boeuf Bourguignon, bouillabaise, curry de cordero… Imagino que esos platillos estaban en la mesa de Montaigne, de Rabelais, de Diderot, de Voltaire, de Stendhal, de Balzac –que era un gourmand- y de los grandes escritores del siglo XX en Francia: Proust, Camus, Tournier, Quignard, Houllebecq. El refinamiento de la cocina francesa va a la par con la exquisitez del pensamiento y la cultura galos.

* Director de la editorial El tapiz del Unicornio. Autor de 10 libros. Ganador en 2010 del Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas.