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El poeta Manuel Altolaguirre captado en Madrid en 1936, repartiendo propaganda, unas semanas después de iniciada la guerra civil española - Foto: Foto: Especial

Postmodernidades: Los dioses del manicomio

A 100 años del exilio español en México: Manuel Altolaguirre y los dioses del manicomio

Por: Xalbador García, Visitas: 1274

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Por la ventana de la celda veía una rama invernal de sicomoro. Fuerte y estoica ante el invierno. El poeta y editor Manuel Altolaguirre estaba desnudo. Tirado en el piso, las imágenes y los sonidos de la muerte se le encajaban en el pensamiento. Sólo le tranquilizaba la visión de la naturaleza tras de los barrotes de la ventana. Escuchaba los gritos de los otros internos del manicomio. Pero también le llegaban los lamentos de su hermano muerto tres años antes, al inicio de la Guerra Civil española. Lo habían fusilado. ¡Fusiladle! ¡Fusiladle! ¡Fusiladle! Luego el rifle sembraba el horror en la escena. Altolaguirre comprendía que el sufrimiento es un eco que nunca termina, que nunca termina, que nunca termina…

En ocasiones no sabía si en realidad él era el muerto. El hombre fusilado. Pensaba en su hija y en su mujer. Posiblemente ellas sí habían podido llegar a París. Era también probable que pudieran tomar un barco hacia México, el país de Lázaro Cárdenas, que ofrecía ayuda a los republicanos en ese sombrío año de 1939. El poeta había llegado a Francia cruzando los Pirineos y lejos de España había perdido la razón. Se sentía culpable de la derrota republicana y de la sangre caída en los campos españoles. En esos momentos veía la rama de sicomoro y su mente hallaba un resabio de tranquilidad:

“La claraboya era mi única alegría. Era grande como una pantalla de cine. Se veía el cielo y una sola rama. Una rama invernal de sicomoro, con una bolita, su fruta o su flor, colgando. Me acordaba de mi niña de tres años, cuando la llevaba con su madre hacia la frontera, por un camino, por una alameda de sicomoros. Mi niña miraba las altas ramas, pidiéndome una bolita.

“—Papá, quiero una, me decía convencida de que podía alcanzarla, de que yo era gigante.

“Aquella bolita de sicomoro fue lo último que me pidió mi hija antes de separarnos. Cuando pensaba en esto asomó una enfermera por mi reja. Me preguntó mi nombre y yo se lo dije. Me preguntó mi edad y yo se la dije. Me preguntó si quería algo, y entonces… murmure:

“—Sí, por favor, le ruego que coja esa bolita de sicomoro y se la dé al primer niño de la calle”.

Desde el suelo, Altolaguirre recordaba la sentencia de Eurípides: Aquél a quien los dioses pretenden destruir, primero lo vuelven loco. Es por ello que en las últimas frases de sus confesiones desde el manicomio pedía clemencia ante el dios que lo está castigando: “Dios mío, ten compasión de mí, perdóname mi risa en aquellos momentos de tu cólera”.

El texto, segundo y último número de los cuadernillos titulados Atentamente, cierra con un dramático “continuará”. Sin embargo no hay desenlace de la historia del hombre en el manicomio de Francia. Altolaguirre logró salir de Europa y viajar con su familia rumbo a México pero tuvieron que desembarcar en La Habana por el sarampión que acosaba a su hija. En 1940 publicó sus confesiones, fechadas en junio y julio de ese año, y editadas en su imprenta La Verónica.

Desde ese momento vivieron dos hombres en Altolaguirre. Aquel que encontró la misericordia de Dios y el otro, más profundo y humilde aún, aquel que desnudo buscaba la redención en los pequeños instantes de la vida. El hombre que pudo conocer toda la belleza del mundo tan sólo en una rama que se negaba a morir durante el invierno.

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