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La portada del libro Mi Esquizofrenia de Klaus Gauger - Foto: Especial

El Camino de la Vida: Algo sobre la esquizofrenia y la depresión

Presentaré un trabajo de carácter fenomenológico sobre la esquizofrenia porque la teoría, investigación y práctica clínica no puede prescindir de esta aproximación

Por: J. Enrique Alvarez Alcántara, Visitas: 582

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“La ciencia explica el génesis y la aparición de la esquizofrenia con el modelo de vulnerabilidad-estrés (llamado también modelo de diátesis-estrés). Según este principio aclaratorio, las personas que corren peligro de enfermar se caracterizan por una especial vulnerabilidad y sensibilidad que, si se añaden cargas psicosociales o físicas, puede acabar en una psicosis”.

Klaus Gauger. Mi esquizofrenia

 

Impenitencia de un irredento o el viaje de un iconoclasta. Recientemente he leído el libro Mi esquizofrenia, de Klaus Gauger (Barcelona, Herder, 2018), libro autobiográfico que narra, desde dentro, las vicisitudes fenomenológicas de una circunstancia que a muchos provoca, más que incertidumbre, terror, y conduce insensiblemente a quien la enfrenta, a los terrenos del estigma.

Originariamente infrecuentes estas narrativas —en primera persona— como parte del conocimiento de las vivencias relacionadas con diversos trastornos o problemas de “salud mental”, o vinculados con asuntos considerados dentro del ámbito de la discapacidad, progresivamente han venido ocupando espacio y tiempo en la investigación, divulgación y formación profesional de jóvenes que aspiran a dedicar parte de su vida y tiempo a colaborar con la búsqueda de estrategias de afrontamiento exitosas ante tales calamidades colectivas o personales.

Recuerdo tan sólo, secuencialmente leídos, algunos de ellos: Yo nací así, del Dr. Earl R Carlson (Buenos Aires, Editorial Médica Quirúrgica, 1943); Gaby Brimmer, de Gaby Brimmer y Elena Poniatowska (México, Grijalbo, 1979); El planeta de los ciegos, del autor Stephen Kuusistos (Barcelona, Plaza & Janes, 1999); Atravesando las puertas de autismo, de la Dra. Temple Grandin y Donna Williams (Buenos Aires, 1997); Por si las voces vuelven, de Ángel Martín (Madrid, Planeta, 2021); Nunca sabrás a qué huele Bagdad, de Marta Tafalla (Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona, 2010); o Un perro rabioso, noticias desde la depresión, de Mauricio Montiel Figueiras (México, Turner Noema, 2021).

No puedo omitir aquí lo que otros personajes han hecho con algunas historias de vida que, de no ser por su arduo trabajo de sistematización y organización de la información y su publicación, nada sabríamos de tales vivencias y condiciones; refiero aquí los insustituibles libros de Alexander R. Luria, El hombre con su mundo destrozado (Buenos Aires, Granica, 1973) y La mente del mnemónico (México, Trillas, 1983), también citaré al enorme Oliver W. Sacks y su impresionante texto El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Barcelona, Muchnick, 1991).

Habrá, sin duda, otros textos que ayuden a extender la información de referencias sobre este asunto, pero no quiero abotagarlos de tal manera.

Ahora bien, ello no significa que esta serie de documentos no tenga frente a sí barreras administrativas, políticas, económicas e ideológicas que dificultan, cuando no impiden, el acceso a tales fuentes como materiales de estudio dentro de los escenarios institucionales de la educación superior y la investigación o, aún más, dentro de la carrera académica y científica en nuestra nación.

Hoy por hoy podemos observar una demanda —bajo el yugo ideológico de las “prácticas basadas en las evidencias” y las modas académicas— de estudios y publicaciones con poblaciones masivas y cargadas de estadísticas y datos y datos carentes de sentido y significación para quienes enfrentan cotidianamente tales dificultades y que entierran los “casos” como irrelevantes, cuando no los señalan como “carentes de objetividad científica”; ergo, para que puedan trascender estos estudios deben subordinarse a una lógica de citación que debe preferentemente incluir artículos publicados en “revistas arbitradas por pares”, de “alto impacto”, “ranqueadas dentro de las comunidades científicas” y con una fecha de publicación no mayor a un lustro.

Como puede derivarse de lo dicho, esta suerte de trabajos no cabe dentro de los baremos dominantes de la consideración de cientificidad y son, cuando bien les va, arrojados a los espacios de la literatura o la filosofía, es decir, fuera del Edén y del Olimpo de la “Ciencia”, lo “Científico” y, naturalmente, “los científicos”.

Pues bien, a contracorriente, presentaré a ustedes un trabajo de carácter fenomenológico sobre la esquizofrenia porque la teoría, investigación y práctica clínica no puede prescindir de esta aproximación, so riesgo de realizar un harakiri o un sepuku de la naturaleza, indudablemente humana y humanista, de la clínica psicopatológica, neuropatológica o neuropsicológica.

Hagamos otra historia clínica. Debo dar comienzo a esta segunda parte manifestando que la esquizofrenia, o las psicosis –quizás tanto como los ahora denominados Trastornos del Espectro Autista—, a lo largo de la historia, han sido objeto de diversas denominaciones, como lo refiere Germán Berríos en su libro Historia de los Síntomas de los Trastornos Mentales (México, Fondo de Cultura Económica, 2008); asimismo, como refirió la insigne Uta Frith, Autismo, hacia una explicación del enigma (Madrid, Alianza, 1998), tal vez la esquizofrenia como el autismo puedan ser considerados los grandes enigmas que aún no alcanzamos a elucidar claramente. Por ello, antes de pretender resolver la cuestión que por siglos ha atraído la atención desde diversos ámbitos del quehacer humano, me propongo acercar el punto de vista más infrecuentemente abordado en la literatura “científica”, el de la visión fenomenológica, es decir, bajo los reflectores de las vivencias en primera persona.

Como expresa explícitamente Jorge L Tizón, en el prólogo del libro de los Gauger que ahora presentamos:

Si hace unas décadas, para quien quería adentrarse en el conocimiento de las vivencias de las psicosis, los libros La esquizofrenia incipiente de Konrad K., El Yo dividido de Laing R., o El delirio, un error necesario de Castilla del Pino C., representaban una puerta de entrada, el libro de los Gauger (pues en él participan varios miembros de la familia) sin duda significará lo mismo en estos años y en el futuro.

Por ello no tengo duda que presentarlo a ustedes tiene el firme propósito de invitarlos a leerlo y adentrase un poco, fenomenológicamente, a la esquizofrenia. Sin embargo, otro motivo hay para hacerlo aquí y ahora, y así lo escribe también, abiertamente, Jorge L Tizón:

Como profesionales interesados en la prevención y los cuidados precoces en salud, y como ciudadanos solidarios, algunos pensamos que para los cuidados preventivos, para los cuidados precoces, es fundamental conocer desde cerca, «desde dentro», en qué consiste la psicosis (…) En consecuencia, para una renovación de su tratamiento o cuidados, que han de basarse en la atención comunitaria, pero integrando varios sistemas de cuidados «adaptados al sujeto y su familia en la comunidad»: lo que nosotros llamamos el Tratamiento Integral Adaptado a las Necesidades de la Familia en la Comunidad (TIANC) (…)

Ángel Martín, por su lado, en su texto dedicado al mismo tema, de manera también fenomenológica, la esquizofrenia, a modo de una breve síntesis que narra su condición escribe:

Hace unos años me rompí por completo. Tanto como para que tuvieran que atarme a la cama de un hospital psiquiátrico para evitar que pudiera hacerme daño.

No tengo ni idea de cuándo empezó a formarse mi locura.

A lo mejor nací genéticamente predispuesto.

A lo mejor fui macerando una depresión al callarme ciertas cosas por no preocupar a los demás.

O a lo mejor simplemente hay cerebros que de la noche a la mañana hacen crec y se acabó.

Si algo he descubierto en todo este tiempo es que cuando cuentas abiertamente que se te ha pirado la cabeza la gente enseguida le pone el sello de tabú. Aunque este libro lo he escrito para mí, Por si las voces vuelven, es para cualquiera que haya pasado o esté pasando por algo parecido, y así romper de una vez por todas con el estigma de las enfermedades mentales.

Klaus Gauger comienza narrando o contándonos de este modo, muy similar al de Ángel Martín que:

En febrero de 1994, sobre las tres de la madrugada, perdí por completo el control. Tuve un ataque de pánico porque creí que detrás de las paredes de mi cuarto había micrófonos. Al ver lo ocurrido y el estado en el que me encontraba, mis padres no pudieron hacer otra cosa que llamar al médico de urgencia. Ésta llegó enseguida, y con él la policía. Los dos policías, jóvenes y altos, contemplaron asombrados mi habitación: «Aquí, desde luego, alguien ha descargado a fondo su furia», dijeron. En el revestimiento de madera de la pared paralela a mi cama se abría un hueco enorme. Lo había hecho yo a puñetazos y luego había arrancado con las manos varios tablones de madera. Además, había volcado la cama para buscar micrófonos debajo de ella.

Sin oponer resistencia me dejé conducir hasta el coche de la policía. Los agentes me llevaron a la recepción de la clínica psiquiátrica de la universidad. Cuando el médico, que había viajado en el mismo coche, me entregó a sus colegas de la clínica, le dije: «One flew east, one flew west, one flew over the cuckoo’s nest». No sé si captó mi alusión. Esta rima infantil dio el título a la novela de Ken Kesey Alguien voló sobre el nido del cuco (1962). Yo conocía el libro y la película de Milos Forman, con Jack Nicholson, en el papel principal.

Como podemos apreciar, estos trastornos invariablemente tienen varias etapas y, sin duda, la primera es frecuentemente la que más parece incomprensible.

Mauricio Montiel Figueiras, en su libro Un perro rabioso, escribe, casi de manera similar:

Fue en junio de 2014 cuando conocí al perro. En un principio lo vi a la distancia, rondando el consultorio del gastroenterólogo que me atendió en mi ciudad natal debido a un severo problema de reflujo gastroesofágico (ERGE) y que al cabo de realizarme algunos estudios me diagnosticó esófago de Barrett, una afección que consiste en la modificación del revestimiento esofágico y que si no se remedia a tiempo puede redundar en cáncer, esa palabra por todos tan temida. La única solución, me aseguró el médico durante mi segunda visita, era una intervención quirúrgica que había que programar cuanto antes para evitar complicaciones. Salí del consultorio con la fecha de la cirugía (22 de agosto) pendiendo sobre mi cabeza como una modalidad de la espada de Damocles que subrayó la presencia del perro, que había acortado la distancia y ladraba ya no cerca sino dentro de mí, alertándome de la enfermedad psíquica que se gestaba insidiosamente por debajo de la física. Por primera vez en mis cuarenta y seis años, cumplidos apenas días atrás, me enfrentaba cara a cara con un problema grave de salud y por ende con mi propia muerte (…) Como sea, lo cierto es que la depresión me hincó los dientes con fuerza y me transportó a un mundo ajeno por completo a mí y regido por espantosas crisis de ansiedad, insomnio, pavor y tristeza, que me impidieron funcionar normalmente en las semanas previas a mi cirugía, durante las cuales lo único que me mantuvo más o menos a flote fueron los partidos de la Copa Mundial en Brasil. (Yo, que no soy aficionado al futbol en lo más mínimo, me aferré al deporte televisado como a una tabla de salvación). La laparoscopia que al fin se me practicó para atender el esófago de Barrett solo logró empeorar las cosas: la sensación de inermidad e impotencia se acentuó con el dolor y el régimen posoperatorios y causó que la mordedura de la depresión se hiciera más profunda, más desoladora. El periodo de supuesta recuperación quirúrgica ha sido una de las etapas más oscuras de mi vida: recuerdo mañanas en que la simple idea de abandonar la cama constituía un reto titánico, mediodías y tardes que se ensanchaban ante mí como enormes vacíos que debía llenar de alguna manera que siempre estaba fuera de mi alcance, noches en las que la angustia ahuyentaba mi sueño a un rincón inaccesible para instalar una vigilia cruel donde no cabía la esperanza del amanecer. A sabiendas de que lo que padecía no era una aflicción pasajera sino una depresión con todas las de la ley –a sabiendas, pues, de que al morderme el perro me había transmitido su rabia sin control—, pedí ayuda y consejo a un amigo neuropsiquiatra que me recibió para examinarme y recetarme algunos medicamentos. Así dio inicio lo que ahora llamo la montaña rusa depresiva, la sucesión de subidas y bajadas de la química cerebral detonada por fármacos que mi amigo fue dosificando y vigilando por WhatsApp hasta el momento en que dejó de responder mis mensajes.

El propósito, naturaleza o carácter de este estilo narrativo, ausente en las nuevas y modernas historias clínicas o en los artículos de las revistas científicas de “alto impacto”, “arbitradas por pares” y “ranqueadas dentro de los baremos de cientificidad” promovidas por las “comunidades científicas”, como manifestó Oliver Sacks en una de las tres introducciones –la primera— a su estimulante e impresionante libro El Hombre que confundió a su mujer con un sombrero, es la que aparece en libros como el de los Gauger o los que he citado aquí y que, desde luego, nos permiten reconocer que trascienden, pésele a quien le pese, a la filosofía y a la literatura, aunque no dejen de aportar a estas disciplinas, además del apoyo y enriquecimiento de la práctica clínica dentro de cualquiera de sus campos o áreas.

Sin que sea necesario descalificar o desclasificar las publicaciones de tal naturaleza, la narrativa fenomenológica es necesaria e imprescindible pues, de otro modo, habremos perdido el horizonte que imprimió sentido a la clínica: El ser humano como totalidad concreta, dentro de su contexto familiar, histórico, cultural, económico y político.

Dos miradas al mismo objeto o, según los espejuelos que tenemos vemos. A modo de conclusión. Para lograr este objetivo acudiré a otro fragmento del libro de los Gauger:

Si se leen las ponencias de eminentes psiquiatras con ocasión de sus grandes congresos científicos, parece que hoy ya se han resuelto casi todos los problemas relacionados con la esquizofrenia. Los expertos hablan de una enfermedad fácil de tratar para la que existe un gran número de medicamentos muy efectivos. Quienes han contraído esa enfermedad —afirman— pueden hoy, en principio, llevar una vida normal y autónoma, incluso en el terreno profesional.

Tal como yo lo veo, la realidad es otra. Los enfermos tienen cierto riesgo de recaer y a menudo son más inestables anímicamente que las personas sanas. Además, los afectados siguen sufriendo los efectos secundarios de los medicamentos. Entre ellos está el constante aumento de peso. En nuestra sociedad se considera a menudo a las personas obesas débiles de carácter, gente que no domina su «voracidad». Desde que se declaró la enfermedad ya no fui el mismo. Había perdido seguridad en mí mismo, y confiaba mucho menos en mis fuerzas. Tenía menos estabilidad y estaba traumatizado por la experiencia de la clínica.

Es decir, itero y reitero, la mirada fenomenológica, «desde dentro», de los trastornos o problemas de salud mental es necesaria como el aire para una especie aeróbica; de otra manera, jamás cumpliremos los preceptos éticos o deontológicos que sustentan la teoría y práctica clínica.

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