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El Camino de la Vida: La Ciencia

Sobre “La Ciencia”, “Los Científicos”, “Las Comunidades Científicas”, las Instituciones que realizan actividades científicas y su relación con “El Conocimiento”, “La Verdad” y la “Neutralidad Ideológica” o “Asepsia Política”

Por: J. Enrique Álvarez Alcántara, Visitas: 525

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Apreciados lectores que siguen los inmensos textos que escribo semanalmente para este medio, masiosare.org; no puedo dejar de agradecer su paciencia y tolerancia al respecto.

Esta ocasión “Pascualera” –pues escribo este texto el día “domingo de Pascua o Resurrección”, dentro de los ritos católicos—, ofrezco sinceras disculpas por lo extenso y soberbio del título que encabeza el breve ensayo que ahora leen.

Digo soberbio, además de extenso, pues los contenidos que se enmarcan en el trabajo que se encuentra ante sus ojos; cada uno de estos asuntos, por sí mismo, exigiría un análisis y exposición sucinta, pero clara y, aún más, dado que es innegable la unidad sistémica y compleja de los elementos que he anunciado al inicio, ello, per se, requiere un esfuerzo de claridad y síntesis superlativa.

Tratar sobre la naturaleza y carácter del “Conocimiento” —como actividad específicamente humana—, y su relación con la comprensión y explicación —hasta donde ello sea posible— de todo cuanto acontece en el universo —macro y micro cósmico— y que compone nuestra realidad —naturaleza, sociedad y pensamiento— es una de las aspiraciones que, desde tiempo ha, ocupa el sentido de nuestra existencia y nuestra actividad.

Asimismo, trascendiendo el nivel de análisis del “Conocimiento” como actividad humana, no puedo omitir aquí su representación como el conjunto de saberes que a lo largo de la historia de la propia humanidad han quedado como teorías y “conocimientos” que nos sirven de “puntos de apoyo” para proyectar nuevos conocimientos que permiten ir superando obstáculos y reconstruyendo el propio conocimiento como herencia histórico-cultural.

Parece que es inevitable admitir que el “Conocimiento” es una de las “herramientas culturales” que históricamente, a lo largo del desarrollo filo y ontogenético, reconociendo dentro de este desarrollo los procesos de hominización y humanización, han permitido nuestra evolución como sociedades y como individuos.

Ahora bien, como podemos constatar, y no olvidando que el proceso del conocimiento es una actividad específicamente humana y, a su vez, una construcción humana que trasciende a los individuos que participan o han participado de este largo proceso, absolutamente todos los seres humanos tenemos, poseemos y aportamos al proceso del conocimiento de lo real. Sin embargo, como nos es dable admitir, el conocimiento del mundo no es un monolito indivisible e incuestionable; tampoco es imperecedero y permanece impertérrito a lo largo del devenir temporal. El “conocimiento” ha sufrido una serie de cambios y transformaciones que responden necesariamente al carácter cambiante y dinámico de lo real, de lo que desea conocerse.

Si el “sujeto cognoscente” intenta, al menos eso, construir una representación lo más fielmente posible sobre un “objeto cognoscible” y este último se caracteriza por su dinamismo y complejidad, no cabe duda de que el “sujeto cognoscente” –así como las representaciones que construye con el propósito de comprender y explicar el “objeto cognoscible”— deben tener esa complejidad y dinamismo que posee como rasgos distintivos el mismo “objeto cognoscible”.

Esta relación innegable entre un “sujeto cognoscente” y un “objeto cognoscible” es la esencia misma de la comprensión y explicación del proceso del conocimiento; sin embargo, como no es dable admitir, esta relación de carácter epistemológica, no se halla inamovible y a perpetuidad a partir de la existencia ontológica de las dos entidades referidas: Sujeto y objeto no son los mismo a lo largo de la existencia de la humanidad –Heráclito Dixit—.

Vamos, resulta muy claro que los seres que hace más de 5 000 años habitaban nuestro planeta no disponían ni de los mismos recursos tecnológicos, ni mucho menos conceptuales, representacionales y culturales, como con los cuales ahora cuentan quienes en nuestra era realizan procesos de conocimiento. Ergo, además de los “sujetos cognoscentes” y los “objetos cognoscibles” es indispensable asumir que los propios “conocimientos” construidos y acumulados a lo largo de la historia –al ser apropiados mediante mecanismos de interiorización como recursos intelectuales y cognoscitivos por los sujetos de la actividad psíquica— serán de utilidad trascendental como herramientas psicológicas y gnoseológicas durante los procesos del aprendizaje y la elaboración del conocimiento.

Es claro que la idea empirista de “experiencia” propuesta por John Locke para comprender y explicar el proceso del “conocimiento” es insuficiente porque carece de los elementos histórico-culturales que trascienden, sin duda, a la “experiencia” misma y que dentro de lo que sugiero se encuentra otra noción más precisa en sentido humano; refiero aquí la categoría de vivencia y, desde luego, la de herencia cultural.

Ahora bien, uno de los dilemas que muchos más recientemente ocupan las preocupaciones de quienes participan de la elaboración, documentación y transmisión de los “conocimientos” –probablemente desde los orígenes de la filosofía—consiste en establecer la ineludible relación indiscutible entre el o los “conocimiento (s)” y la “verdad”.

Aquí es donde comienza la problemática.

¿Es que acaso no es el propósito de toda actividad cognoscitiva alcanzar o llegar a la verdad?

Desde luego que el “conocimiento”, como herramienta, permitiría no sólo acceder a la verdad –sea lo que representemos semánticamente tras dicha categoría—, además permite a los seres humanos –tanto individual como colectivamente— orientar de manera selectiva y voluntaria su actividad dentro del conjunto de condiciones materiales e ideales de existencia. Esto es, no podemos eludir el hecho de que los seres humanos, a más de ser “seres cognoscentes” y “seres percipientes”, somos seres que mostramos una “actitud intencional”; somos “seres intencionales”.

Si bien es cierto, luego entonces que uno de los propósitos de la elaboración del “conocimiento” es el acercamiento a la “verdad”, también lo es que ambos son instrumentos que permiten la orientación y autorregulación del comportamiento. Si yo creo, pienso o asumo que mis representaciones, ideas o saberes son verdaderos, parece que puedo comportarme con base en ellos mismos.

Lo expuesto hasta ahora no es suficiente para dejar claras las ideas en torno a lo prometido en el título de este ensayo. Todavía restan algunas cuestiones.

La construcción de los “conocimientos” sobre lo real no únicamente se orienta hacia el alcance de la “verdad”, ni sólo sirven de herramientas para “orientar y autorregular el comportamiento” en la misma realidad. Ineluctablemente el “sujeto cognoscente” se propone lograr una concordancia plena entre el conjunto de “conocimientos” o representaciones que elabora o construye o reelabora sobre lo real, como “objeto cognoscible” y la naturaleza, carácter y dinámica del propio “objeto cognoscible”. Es decir, que el conjunto de representaciones y “conocimientos” presentados sean lo más fielmente posible representativos de lo que se pretende conocer y explicar; o sea, el “objeto cognoscible” y los “conocimientos” elaborados por el “sujeto cognoscente” deberán ser lo más parecidos posible.

Es, considero, ahora que surge el problema de fondo de la “Perspectiva científica”, al decir de Bertrand Russell, en el proceso del conocimiento. Ello, como se puede reconocer, ocupa apenas unos tres o cuatro siglos de existencia.

Pero quizás resulte conveniente preguntarnos:

¿A qué viene este asunto?

Pues bien, resulta que he observado a lo largo de varios meses discusiones casi bizantinas entre usuarios de las “redes sociales” y en el entorno político actual que ocupan espacio y tiempo y que quienes se enfrascan en tales discusiones se sirven de una serie de términos o conceptos que utilizan como armas para descalificar a los adversarios; dichos términos o categorías se tornan eufemísticos porque no explican lo que pretenden y quedan como expresiones carentes de significado y sentido.

El concepto favorito de estos personajes –de la política, de las redes, de la academia y de las instituciones de educación superior— es el de lo “científico”; adicionando un prefijo aún más categórico y que lo enuncia con el de las “evidencias científicas”.

Entonces la discusión se torna en un proceso de calificación del carácter “científico” de lo afirmado, en función de la cantidad de “evidencias científicas” que soportan lo afirmado.

Pero…

¿Cómo y quiénes “certifican” el mayor o menor “carácter científico” de los asertos o proposiciones sobre lo real? ¿Cómo y quiénes deciden los criterios o parámetros bajo los cuales se determina dicha certificación? ¿Quiénes certifican a los certificadores sobre el mayor o menor “carácter científico” de los asertos o proposiciones sobre lo real?

Así podríamos seguir, ad infinitum, y no hallaríamos salida a este “Laberinto de Ariadna” si no nos topásemos con las Instituciones de Educación Superior y, naturalmente, si no acudiésemos al carácter gremial de grupos de científicos que conformarán las “Comunidades Científicas” las cuales asumen tales responsabilidades y asumen ciertos parámetros consensuados para considerar, o no, como fundada científicamente cualesquier afirmación, teoría o hipótesis.

Como podemos admitir, las cuestiones relacionadas con la “verdad” y con la exigencia de que el conjunto de representaciones y “conocimientos” presentados sean lo más fielmente posible representativos de lo que se pretende conocer y explicar, han quedado fuera de la discusión.

La decisión se ha trasladado hacia las Instituciones de Educación Superior y a los grupos de científicos que conformarán las “Comunidades Científicas”; ellos se encargarán de acreditar y certificar, mediante los “acuerdos” y criterios consensados, el carácter de “científico” de una serie de conocimientos, de un conjunto de actividades o tareas o de las personas que desea ser parte de las mismas comunidades e instituciones.

¿Este proceso de acreditación y certificación es suficiente para descalificar enfoques y prácticas en lo real que proponen afrontar exitosamente dilemas o problemas de trascendencia social –sean personales o colectivas— o debemos flexibilizar nuestros criterios y parámetros en aras de mejorar nuestras condiciones de vida y su calidad?

Finalmente, conviene interrogarnos:

¿Las Instituciones de Educación Superior, así como las “Comunidades Científicas” pueden asegurar un “neutralidad ideológica” o política o económica a la hora de determinar los criterios y parámetros de decisión a este respecto?

¿Si éstas están conformadas por seres humanos que se encuentran cargados por intereses económicos, políticos o ideológicos, cómo, me pregunto, superar este escollo?

Parece que la única alternativa diseñada, hasta ahora, pero insuficiente aún, es la elaboración de “Códigos de Ética” y, naturalmente, de los, otra vez, cuerpos colegiados denominados “Comités de Ética Científica”.

Nuevamente el “Hilo de Ariadna”.

¿Cómo y quiénes “certifican” el mayor o menor “carácter ético” de los miembros de un “Comité de Ética? ¿Cómo aseguran el mayor o menor “carácter ético” de los juicios de una “Comunidad Científica” sobre la cientificidad de las teorías, más allá de los intereses políticos, económicos o ideológicos?

En fin…

 

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