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El poeta Javier Sicilia, conmemorando a las víctimas - Foto: Foto: Margarito Pérez Retana

El Camino de la Vida: “¡Ya estamos hasta la madre!”

Retoma el tema de la violencia, la guerra contra el narcotráfico y las víctimas, en lo que se ha constituido en una “danza de la muerte”

Por: J. Enrique Álvarez Alcántara, Visitas: 567

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A mi entrañable amigo y camarada y Poeta Javier Sicilia

A mi estimada amiga y buscadora Angélica Rodríguez Monroy

 

“Ya nunca podría decir: ¡hola! ¿cómo estás? te amo. Nunca podría volver a oír música o el susurro del viento a través de los árboles o el arrullo del agua corriendo. Nunca volvería a oler el aroma de un filete cociéndose en la cocina de su madre o la humedad de la primavera en el aire o la maravillosa fragancia de la artemisa arrastrada por el viento a través de una ancha pradera. Nunca podría volver a ver las caras de las personas que le hacían sentir feliz con sólo mirarlas, como Karen. Nunca podría volver a ver la luz del sol o las estrellas o la hierba fresca que crece en una ladera del Colorado (…) Nunca volvería a caminar con sus piernas sobre el suelo. Nunca volvería a correr ni a saltar ni a estirarse cuando estaba cansado. Nunca volvería a estar cansado (…) Si el lugar en el que yacía se incendiase él simplemente se quedaría allí y se quemaría. Ardería con él y no podría hacer el menor movimiento. Si sintiera un insecto paseándose por el muñón que era su cuerpo no podría mover un dedo para matarlo. Si le picara no podría hacer nada para aliviar el escozor. Y esa vida no sólo duraría hoy o mañana o hasta la semana que viene. Estaba en aquel útero para siempre. No era ningún sueño. Era real”.

Johnny empuñó su fusil. Dalton Trumbo.

 

Estimados lectores que siguen la lectura de esta columna semanal —El Camino de la Vida—; si trato que presten su atención al título de esta colaboración, así como al epígrafe con el cual he determinado introducir el asunto que enseguida abordaré, no tengo duda alguna de que no tardarán más de tres segundos en comprender que esta ocasión me propongo escribir sobre las muertes que ocurren cotidianamente en nuestra realidad sociopolítica y que, según parece mostrarse fenomenológicamente, un halo de insensibilidad nos cubre de manera tal que adolecemos de un escotoma que nos torna inconscientes sobre lo dramático de un fenómeno que sí percibimos, pero que ya no provoca en nosotros ningún impacto, más allá del “Muro de las lamentaciones” y de los gritos catárticos en las “redes sociales” y, pudiérase decir, este estado semeja un cuadro de alienación social y pérdida del principio de realidad.

Hace exactamente un sexenio, durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, en la Revista La Voz de la Tribu, Número 9, Agosto-Octubre 2016, Pp. 32-35, de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), se publicó un artículo de mi autoría cuyo título es La danza de la Muerte.

Expresaba aquella ocasión, en uno de los primeros párrafos del ensayo, que en el prólogo del libro que ha dado pie al epígrafe de este trabajo, firmado por Dalton Trumbo en el año de 1970, éste manifestaba:

Las cifras nos han deshumanizado. Con el café del desayuno leemos que 40 000 (… estadounidenses…) murieron en Viet Nam, (… hagamos…) una ecuación: 40 000 jóvenes muertos (… equivale a…) tres mil toneladas de carne y hueso, 56 296 kilogramos de masa cerebral, 189 250 litros de sangre, un millón 840 mil años de vida (… en promedio estimados…) que jamás serán vividos, cien mil niños que nunca nacerán (estos últimos podemos ahorrárnoslos; ya hay demasiados muriéndose de hambre por todo el mundo).

He de subrayar que esa cantidad de personas muertas fueron jóvenes estadounidenses durante la infame “Guerra de Viet Nam”, una de las tantas que el gobierno de los Estados Unidos de América ha impulsado por el mundo desde el término de la Segunda Guerra Mundial.

Ahora bien, si mutatis mutandis realizara la misma aritmética con la cantidad de personas muertas en México, a lo largo de los últimos 25 años, como consecuencia de la violencia estructural que ha signado las condiciones de existencia en nuestro país —léase homicidios, feminicidios, “desapariciones forzadas”, “levantones”, ejecuciones, asesinatos de periodistas, qué sé yo—, sin adicionar la cantidad de personas fallecidas a consecuencia de la epidemia y pandemia de covid, y sabiendo que inobjetablemente trasciende por mucho la cifra de 100 mil personas, podremos comprender la magnitud de la tragedia y el drama vivenciado a diario en un país donde, más allá de los discursos engolados de los políticos que dicen gobernarlo en paz —pero lo deshacen entre sus manos—, provoca miedo, ira, terror, pánico, parálisis de músculos y huesos y emociones y, ateridos más que prestos a cambiar este estado de cosas, tememos y nos insensibilizamos hasta el grado de encerrarnos dentro una celda armada con los barrotes de un sentimiento de indefensión y desesperanza, y pintados con los colores del terror.

Si la friolera que abre esta reflexión parece haber salido, sin la mano de Virgilio como apoyo, de alguno de los infiernos de Dante ¿Qué decir de los casi 100 mil desaparecidos en México? ¿Qué decir de los sepultados o inhumados en las “fosas clandestinas” que los grupos de la delincuencia y los gobiernos de diversas entidades federativas han confeccionado para ellos? ¿Alguien sabe quiénes son? ¿Cuáles eran sus nombres? ¿Alguien sabe cuál fue la causa de su muerte o desaparición? Quienes buscan —“Los buscadores”— ¿Saben si el ser querido que buscan se halla inhumado en estas fosas? ¿Acaso saben o sabemos cuántas son o dónde están para seguir buscando?

Sabines, el Poeta chiapaneco, sí sabía de ese sentimiento y lo expresaba prístinamente en su poema Los amorosos:

Los amorosos callan./ El amor es el silencio más fino/ el más tembloroso/ el más insoportable./ Los amorosos buscan,/ (…)/ Su corazón les dice que nunca han de encontrar,/ no encuentran,/ buscan./ (…)/ Los amorosos andan como locos/ porque están solos, solos, solos,/ entregándose, dándose a cada rato…”.

También somos ignorantes de las consecuencias de esta violencia para los otros que no son los muertos, ni los desaparecidos, ni los ejecutados, ni los levantados, ni las mujeres asesinadas, sino quienes los esperan, los buscan, los recuerdan, los lloran… en fin… ¿Sabemos acaso, por ejemplo, cuántas viudas o viudos, cuántos padres o madres sintieron el desgarramiento de pérdidas, cuántos huérfanos o huérfanas caminan sin su padre o su madre, cuántos hermanos o hermanas desarticulados hay como consecuencia de esta violencia? ¿Sabemos cuáles son sus nombres?

Empero todavía más, podemos preguntarnos por otros, los otros que no son los primeros otros, refiero aquí a quienes sobreviven a tal violencia, en sentido biológico, porque no murieron en tales actos, pero nunca volverán a ser o parecer lo que eran antes de haber sido objeto de actos de la violencia estructural; ¿Sabemos cuántos son? ¿Quiénes son? ¿Cómo sobreviven?

Es probable que todo ello pudiera conducirnos por los senderos de “la locura” y los trastornos psicológicos porque nosotros, quienes no somos ni los muertos, sobrevivientes, desaparecidos, levantados, ejecutados, violados, huérfanos, viudos, hermanos, parejas sentimentales, etcétera, tememos y nos sentimos indefensos, sin perspectiva, desesperanzados y, qué mejor que la insensibilidad como bálsamo, como analgésico, como anestésico para no sucumbir ateridos.

Otros, presos de la ira incontenible, cegados por el miedo, ensordecidos a la realidad, descargan ese terror mediante la violencia reciclada social y colectivamente sin más objeto que la catarsis y la descarga —individual o colectiva—, sin perspectiva y sin previsión.

Esta violencia estructural muestra y esparce la fetidez de un proceso de descomposición social aparentemente indetenible en su marcha, llevando al frente la muerte, cabalgando a galope en caballo de hacienda.

Nada parece detener su cabalgata. Ninguno de los partidos políticos existentes en el país considera en su agenda como punto cenital afrontar exitosamente esta descomposición social y no dan muestras de poseer un proyecto de nación viable que termine con estas relaciones de dominio/subordinación a los poderes políticos, económicos y fácticos que necesitan y por ello prohíjan esta violencia. Ninguno de los gobiernos en turno, incluyendo el actual, asumen con seriedad la necesaria transformación de esta lacerante condición, tan sólo atinan a decir nosotros no fuimos o no somos iguales a quienes nos antecedieron, sin embargo, ni antes ni ahora miramos en el horizonte la esperanza que otorga la calma y el sosiego emanados de la paz, justicia y dignidad.

Si como puede admitirse, por ningún lugar, más allá de nosotros mismos, nos topamos con estrategias y programas de desarrollo que permitan vislumbrar un futuro cercano con seguridad, justicia, certidumbre, confianza y paz, va llegando la hora de tomar esa responsabilidad en otras manos e invitar a tejer y confeccionar las redes comunitarias y populares, suficientes y diversas, con una visión y perspectiva en dicho punto de llegada.

Si poseemos claridad en torno al punto de partida en el cual nos hallamos y, además, vislumbramos un punto de llegada —que indudablemente se transformará en un nuevo punto de partida desde el cual se podrá definir otro punto de llegada— será necesario construir ese gran programa de trabajo y desarrollo que hoy no tienen ni los partidos políticos, ni los gobernantes y disponer así del andamio que nos permita pasar de un punto a otro.

Si la encrucijada que tenemos enfrente nos demanda tomar decisiones sobre el rumbo a seguir, es necesario optar.

 

 

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