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La muerte representada por Diego Rivera - Foto: Foto: Especial

El camino de la vida: Muerte sin fin…

El autor habla de la muerte, las tradiciones al respecto, sobre los significados fenomenológicos, psicológicos y culturales al respecto; sobre todo en una coyuntura como la pandemia de la covid-19

Por: J. Enrique Álvarez Alcántara, Visitas: 1025

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“Lleno de mí, sitiado en mi epidermis / por un dios inasible que me ahoga, / mentido acaso / por su radiante atmósfera de luces / que oculta mi conciencia derramada, / mis alas rotas en esquirlas de aire, / mi torpe andar a tientas por el lodo; / lleno de mí -ahíto- me descubro / en la imagen atónita del agua, / que tan sólo es un tumbo inmarcesible, / un desplome de ángeles caídos / a la delicia intacta de su peso, / que nada tiene / sino la cara en blanco / hundida a medias, ya, como una risa agónica, / en las tenues holandas de la nube / y en los funestos cánticos del mar / -más resabio de sal o albor de cúmulo / que sola prisa de acosada espuma. / No obstante -oh paradoja- constreñida / por el rigor del vaso que la aclara, / el agua toma forma (…) En la red de cristal que la estrangula, / allí, como en el agua de un espejo, / se reconoce; / atada allí, gota con gota, / marchito el tropo de espuma en la / garganta / ¡qué desnudez de agua tan / intensa, / qué agua tan agua, / está en su orbe tornasol soñando, / cantando ya una sed de hielo justo! / Mas qué vaso -también- más providente / éste que así se hinche / como una estrella en grano, / que así, en heroica promisión, se enciende / como un seno habitado por la dicha, / y rinde así, puntual, / una rotunda flor / de transparencia al agua, / un ojo proyectil que cobra alturas / y una ventana a gritos luminosos / sobre esa libertad enardecida / que se agobia de cándidas prisiones! (…)”

José Gorostiza, Muerte sin Fin.

 

Muerte sin fin es un poema entre analítico e introspectivo del poeta mexicano José Gorostiza, ¡vamos!, diría sin temor a equivocarme, hermético (algunos consideran que es un poema “profundo y reflexivo” o, todavía más, “filosófico”, a partir del agua contenida en un vaso, sobre la perpetuidad, la vida dentro de los límites que la contienen, la muerte, Dios; en fin, el ser humano y su existencia). Es un poema rico en su lenguaje y léxico, en la metáfora y la metonimia, en las figuras que muestran su propio pensamiento… ¡Uf! Pero no intento escribir un análisis del excelso poema, es tan sólo que quiero mostrar un buen punto de partida para esta colaboración.

José Gorostiza (1901-1973), nacido en Tabasco y muerto en la hoy Ciudad de México, fue integrante del grupo de intelectuales y poetas de la revista literaria Contemporáneos (Antonieta Rivas Mercado, Bernardo Ortiz de Montellano, Jaime Torres Bodet, Enrique González Rojo, Javier Villaurrutia, Salvador Novo, Jorge Cuesta y Gilberto Owen; prácticamente todos ellos fueron funcionarios de la Secretaría de Educación Pública (SEP). Quiero señalar también que tanto Carlos Pellicer como Elías Nandino, a quienes la “crítica literaria” ha negado su pertenencia o adhesión al Grupo Contemporáneos, fueron quienes dentro de poetas de esta generación cultivaron el erotismo en su obra. Hay, todavía más, quienes consideran a Samuel Ramos y José Vasconcelos dentro de este grupo) y fue miembro distinguido de la Academia Mexicana de la Lengua. Al igual que Juan Rulfo, escribió únicamente dos obras (Canciones para cantar en las barcas, 1925 y, Muerte sin fin, 1929). En realidad, a diferencia de Rulfo (Pedro Páramo, 1955 y, dos años antes, 1953, El llano en llamas) quien además de ser fotógrafo escribía cuentos, José Gorostiza escribió Poesía (así con mayúscula).

A pesar de haber iniciado El Camino de la vida con estos dos primeros párrafos para ubicar el título de esta colaboración, además de anteponer como epígrafe algunos fragmentos del poema citado, debo decir que no es mi propósito presentar a ustedes, amables lectores, un ensayo literario, filosófico, psicológico o histórico sobre el poeta José Gorostiza, sobre su poema Muerte sin fin, o en torno al Grupo Contemporáneos; simple y llanamente hube retomado el título de su enorme (en todos los sentidos posibles) poema porque representa, según estimo, el sentido que en estas fechas próximas (1º y 2 de noviembre, “días de muertos”) adquiere una no tan breve interpretación del significado que fenomenológica, psicológica y culturalmente adquiere la muerte en nuestra nación, cuando la calaca, la huesuda, la calavera, pelona, tiesa, parca, cabalga muy oronda en caballo de hacienda que le ha obsequiado la Epidemia-pandemia de la covid-19, ahondando aún más la brecha baremada a los lados por huesos de fosas clandestinas, personas asesinadas, ejecutadas, “desaparecidas”, que permanecen, pese a todo, en ese vaso que lleno está de recuerdos, vivencias y aromas que no pierden su presencia, también, más allá de una impresencia física involuntaria.

Un péndulo que oscila, a perpetuidad, de un extremo a otro, ha representado en la historia de la humanidad y, todavía antes, un principio y un fin, un origen y un término, un comienzo y un acabose, un nacimiento y un perecer… En fin… el único principio universal e infinito; a saber: Nada es para siempre. Dialéctica pura. Tesis y antítesis. Así de simple.

Siempre lo hemos sabido. Es inexorable. Sin embargo…

Hubo tal vez un día en que algunos miembros de nuestra especie imaginaron un mundo dual. Imaginaron un universo compuesto por el espacio de los vivos, gobernado por seres vivientes, y un lugar para los muertos, el más allá, gobernado por seres de inframundo.

Grupos diferentes, a lo largo de la historia, han creado, cual seres demiúrgicos, trayectos desde el acá hacia ultratumba. Caronte, en su barca, trasladaban a los difuntos, al Hades, gobernado por Hades mismo. ¡Claro! lugar y Dios del lugar eran sinónimos.

Los Vikingos, provenientes de una tradición nórdica y guerrera, crearon, de igual modo, una tradición dualista. Para estos había dos clases de fallecimiento, la muerte heroica, en combate, y la otra. Odín, dios de los muertos en batalla, gobernaba el Valhalla donde terminaban su existencia quienes lograron exitosamente su partida y allí mismo recuperaban otra forma de vida. Era la expresión de un círculo vida-muerte-vida. Las Valquirias (Brunilda, Hilda, Sigrdrífa, Sigrún, Ölgrún, Sváva, Gunnr y Prúör) eran las Diosas encargadas de escoger a los mejores guerreros o combatientes, recogerlos de su lecho de muerte y llevarlos al Valhalla para que tuvieran un futuro glorioso.

Quienes perecían por causas naturales y las mujeres iban a otro lugar, un “submundo” o Reino de Hel, un lugar lúgubre, funesto, triste y oscuro.

Richard Wagner en la Cabalgata de las Valquirias representa musicalmente esta idea del traslado de los valientes al Valhalla.

Más acá, nuestras prehispánicas tradiciones, leyendas y mitos, dadoras de otra vida y muerte fueron. Incas, Mayas y Aztecas dejaron profunda huella que subsiste aún, pese al sincretismo que las dos Conquistas de América (la militar y la cultural y psicológica) impusieron como otra unidad y lucha de contrarios; resistencia y conquista cultural.

Durante el siglo XVI, una vez lograda la Primera Conquista (la conquista militar) del “Nuevo Mundo”, con la derrota de los Imperios incaico, maya y azteca, así como con el establecimiento de los Virreinatos del Perú, Guatemala y México, como parte de la  Segunda Conquista (la conquista cultural, lingüística y religiosa, a través de la castellanización y cristianización) la Corona Española, por medio de la iglesia católica, trató de atraer a la población indígena,  exigiéndole que abandonara sus antiguas religiones, creencias, lenguas, tradiciones, sus nombre originarios y, con todo ello, su propia cosmovisión, y se integrara a la satisfacción de las necesidades económicas de la Colonia y de la Corona. Asimismo, en contrapartida, buscó imponer a la población toda una mentalidad distinta, correspondiente con la del Imperio Español.

En el caso particular de las concepciones, creencias, tradiciones y ritos dedicados a la dualidad vida-muerte, según los conquistadores, estaban equivocadas y eran falsas; por lo tanto, debían, naturalmente, desecharse, pues estas eran paganas e idólatras.

Sin embargo, dentro de los mecanismos de resistencia cultural, éstas debieron haber sobrevivido los trecientos años que duró la Colonia y, todavía más, los otros dos siglos de vida “independiente”. Es decir, cinco siglos, quinientos años han pervivido como patrimonio cultural nuestro y de la humanidad.

Tratándose de las tradiciones andinas, por ejemplo, El cronista Miguel de Estete narra: “Se practicaba la necropompa, que consiste en sepultar junto al difunto a

sus mujeres y servidores o esclavos para que le continúen sirviendo en el otro mundo”. Ello, sin duda, nos compele a considerar que la dualidad mundo-inframundo, es conditio sine qua non son explicables y comprensibles las mismas creencias y tradiciones.

El mismo cronista narra, a guisa de muestra breve, que: “… después de la toma de Cajamarca donde Atahualpa había sido emboscado, capturado como prisionero y después condenado a muerte, vinieron las mujeres del Inca pidiendo se les dé igual destino. No obstante, los europeos no les permitieron llevar a cabo su cometido ya que lo consideraban como un sacrificio humano y una costumbre irracional; ante esta negativa muchas de las mujeres se colgaron en sus habitaciones con el fin de acompañar al Inca en la otra vida”.

Sumamente clara la cosmovisión que subyacía a estas prácticas y rituales.

En las crónicas que se han difundido se relata que, además de la necropompa, también se les ponía ropa nueva, comida y utensilios que hubieran usado en vida los difuntos, entre ellos podemos citar a Pedro Cieza de León quien escribe: “(…) y así traían de comer y beber a los muertos como si estuvieran vivos (…)”. Otro cronista adiciona: “En la muerte y entierro de sus difuntos, tienen también grandes abusos y supersticiones; debajo de la mortaja les suelen vestir vestidos nuevos, y otras veces se los ponen doblados, sin vestírselos”.

Según se refiere en Dioses y Hombre de Huarochirí, narración quechua recogida por Francisco de Ávila, según se cree en el año de 1598, y traducida al castellano por José María Arguedas, y considerada la obra más importante y el único documento quechua de los siglos XVI y XVII, se creía, como se narra en su capítulo 27, Cómo, en la antigüedad, se decía que los Hombres volvía al quinto día después de haber muerto:

“En los tiempos muy antiguos, cuando un hombre moría, dejaban su cadáver, así nomás, tal como había muerto, durante cinco días. Al término de este plazo se desprendía su ánima "isio!", diciendo, como si fuera una mosca pequeña (…) Entonces la gente hablaba «Ya se va a contemplar a Pariacaca, nuestro hacedor y ordenador». Pero algunos afirman, ahora, que en aquellos tiempos no existía aún Pariacaca y que el ánima de los muertos volaba hacia arriba, hacia Yaurillancha. Y que, antes de que existieran Pariacaca y Carhuincho, los hombres aparecieron en Yaurillancha у Huichicancha (…) Dicen, también que en aquellos tiempos, los muertos regresaban a los cinco días. Y eran esperados con bebidas y comidas que preparaban especialmente para celebrar el retorno. «Ya regresé», decía el muerto, a la vuelta. Y se sentía feliz en compañía de sus padres, de sus hermanos. «Ahora soy eterno, ya no moriré jamás», afirmaba. Por esta causa, los hombres aumentaron, se multiplicaron con exceso. Y era muy difícil encontrar alimentos. Tuvieron que sembrar en los precipicios, en los pequeños andenes de los abismos. Vivían sufriendo. Y cuando era así, tanto el padecer, murió un hombre. Su padre, sus hermanos y su mujer, lo esperaron. Se cumplió el plazo, llegó el quinto día y el hombre no se presentó, no volvió. Al día siguiente, en el sexto, llegó. Su padre, sus hermanos, su mujer lo esperaban muy enojados. Viéndolo, su mujer le habló con ira: «¿Por qué eres tan perezoso? Los demás hombres llegan sin fatiga. Tú, de este modo, inútilmente me has hecho esperar». Y siguió mostrándose enojada. Alzó una coronta y la arrojó sobre el ánima que acababa de llegar. Apenas recibió el golpe: «¡Sio! » diciendo, zumbando, desapareció; se fue de nuevo. Desde entonces, hasta ahora, los muertos no vuelven más”.

En su capítulo 28, Cómo eran las «ánimas" en el tiempo de Pariacaca y de qué modo celebraban el día de Todos los Santos, se dice:

“Ya, sí, en capítulos anteriores hemos hablado cómo, al tiempo de ir, rendir culto a Pariacaca, lloraban y veneraban a sus muertos, les daban de comer, de esas cosas hablamos algo ya. Recordando esas ofrendas que entregaban a sus muertos, ahora, quienes aún no se han hecho buenos cristianos, suelen decir: «Ahí está: los españoles también en este ‘Todos Santos’ sirven a sus muertos. Vayamos nosotros, igual que ellos y como lo hacían antes, sirvamos en la iglesia a nuestros muertos». Y llevaban comida a la iglesia, potajes especialmente preparados, como en los tiempos antiguos

Del mismo modo, también en Huarochirí o en Quinti, el día de todos santos, decían: «Vamos a poner en la iglesia sólo cosas calientes. Y así llevaban a la iglesia papas cocidas, charqui con buen ají, maíz tostado, como para ser servido inmediatamente a la gente, y los depositaban en el suelo. Además, cada persona llevaba un cantarillo de chicha. Y cuando ellos ofrendan esas cosas y las ponen, seguramente sus muertos las reciben, y comen y beben.»

Como podemos apreciar, la contradictoria existencia de la resistencia y liquidación se resuelve con el sincretismo. Y las tradiciones se hermanan entre los orígenes incaicos, mayas y aztecas.

México no escapa a esta tradición prehispánica hermanada hacia el sur.

Más allá de presentar esta trama, que por lo demás ha sido ampliamente difundida en nuestro país, no así la que he expuesto, me propongo mediante calaverita cerrar esta narración.

Vaya pues este ensayo, trunco al parecer, como una muestra viva de nuestras tradiciones.

 

Dicen quienes la vieron,

que desesperada se hallaba,

buscando por todas partes,

a quien llevar al averno.

 

Viviendo a perpetuidad,

en las profundas cavernas,

llegó a nuestra ciudad,

buscando personas muy tiernas.

 

Como nunca supo de calamidades,

la epidemia le fue desconocida,

y la mantuvo perdida,

por lugares y ciudades.

 

Buscaba por todas partes,

la condenada Pelona,

sin poder usar sus artes,

para seducir personas.

 

Dicen quienes lo saben,

que encontrando calles vacías,

restaurantes desocupados,

y escuelas abandonadas

díjose: ¡A la chingada!

¡Yo me voy para otro lado!

Donde encuentre fortunas mías

y llevarlas donde acaben.

 

Se topó con Masiosare

y Carlitos la toreó,

Don Jaime la ninguneó

y su servidor la durmió.

 

Cuando la calaca despertó

se encontraba ya espantada,

tratando de mitigar esa cruda,

que un par de cervezas le dejó.

 

Buscaba entonces una muchacha

con la cual saciar sus ansias,

pero con ilusiones muy rancias

solo encontró una talacha.

 

Con los ánimos por los suelos,

se topó con tantos muertos

e invadida por los celos,

decidió partir a los desiertos.

 

Tal vez allí encontrara

lo que tanto deseaba,

lo que largas horas buscaba,

y que supuso gozara.

 

México le mostró,

sin gritos ni aspavientos

que muertos habrá por cientos

cosa que la enloqueció.

 

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