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"Enamórate, querido soltero / antes de que tu pasión se enfríe / porque el día de hoy nunca volverá / y esa es la única verdad". Así cantaba Watanabe-San, el personaje de la entrañable película Vivir, de Kurosawa.

Hace poco dos libros conmocionaron al mundo: Gratitud, de Oliver Sacks, el neurólogo y psiquiatra inglés y Arenas movedizas, de Henning Mankell, el sueco creador del detective Wallander. Los dos escritos poco antes de su muerte.

Adriano, en la novela de Marguerite Yourcenar, dice: "Tratemos de entrar a la muerte con los ojos abiertos".

Vi de nuevo la película La balada de Narayama, que narra como a los ancianos de 70 años se les abandona al pie del monte del mismo nombre, para esperar la muerte.

Tengo en mis manos un libro excepcional: Poemas japoneses a la muerte, escritos por monjes zen en el umbral de la muerte. Van ejemplos: "De camino a casa, / caen los pétalos del ciruelo: tierra fragante" (escrito en 1712); "He pasado por / este mundo: una vida / de luna y nieve y flores" (mediados del siglo XIX); "Una noche corta / me despierta de un sueño / que parecía largo" (1783).

Tiene razón Kurosawa: la única verdad es, será, nuestra muerte.

Dos preguntas: si alguien pudiera decirles la fecha de su muerte ¿querrían saber? ¿Han pensado cuándo morirán?