Postmodernidades: Pétalos de cempasúchil
Una serie de historias sobre la muerte; recuerdo primero de Pedro Páramo, luego las tumbas de Ocotepec; despué a Elmer Mendoza: “Son tan raros estos mexicanos, como que miran todo desde adentro”
Por: Xalbador García, Visitas: 1613
I
Íbamos al cementerio a encontrar nuestros recuerdos. Los recuerdos no son nombres, fechas o lugares, me dijo el viejo. Los recuerdos son lumbre. Un aire en el corazón que se hace llama y nos alimenta por las noches. Es como el calor del mezcal bajando por el pecho. Así parece, así se siente.
A ellos les encendemos las veladoras para que nos recuerden. Son ellos, y no ninguno de nosotros, los que ruegan por nuestras almas. Nosotros penamos, ellos oran. El olvido es lo único que compartimos en ambos lados del sueño.
Yo ya no alcanzo a ver muy lejos, muchacho. Ándale, lee bien en las tumbas para que no nos equivoquemos, para que prendamos la veladora en el lugar que corresponde. ¿Qué dice aquella? Dice: “Pedro Páramo”. ¡Qué raro! Ese muerto se llama igualito a mí.
II
La noche era sostenida por el fuego en las tumbas. Ocotepec olía a cempasúchil. Se podía caminar entre las criptas que eran copias, en miniatura, de Iglesias. Había tamales y atole. También reglaban mole con arroz. Visitantes y pobladores comían durante la madrugada junto a los recién llegados.
Más allá del panteón ser repartía la fiesta y el fuego. Al frente de una casa se había colocado la manta donde se leía: “Bienvenida, Mamá”. Se trataba de un muerto nuevo, alguien que había fallecido en el último año. Su familia recordaba a la madre y la esperaba para celebrar el regreso.
En el Altar de Muertos se veían los alimentos que le gustaban. También había sal y agua. En la ofrenda se tiene que poner agua porque el camino es largo y cansado. La sal sirve para que ella misma prepare la comida a su gusto.
El dolor en el rostro de los familiares calzaba con la dicha. Deseaban tenerla cerca, a la madre, a la hermana, a la esposa, y esa noche era la indicada. En silencio, aguardaban la llegada. Habían comprendido el juego del tiempo. “Bienvenida, Mamá”, decía la manta.
III
“Son tan raros estos mexicanos, como que miran desde adentro”. Así lo menciona una gringa en la novela Cóbraselo caro, de Élmer Mendoza. Me gusta la afirmación. Trato de comprenderla. Ha de ser muy extraño ver a una bola de cabrones celebrando a la muerte.
Pero no hay que equivocarse. Nosotros no celebramos la violencia que siembra cadáveres por todo el país. No celebramos esta mierdera forma de acabar o el horror de cada día o las matanzas o la desaparición de estudiantes o la desdicha de las familias o el dolor de los hermanos o la angustia de los padres. Esas son degeneraciones del Umbral que siempre debería ser sagrado.
En México celebramos la muerte que no significa fin, sino continuidad de la vida. La muerte que es complemento, dualidad, la otra cara del día que tampoco es la noche. Celebramos a la muerte que, a final de cuentas, se trata de celebrar la vida.
IV
Los murmullos se hacían movimiento y frío y sombras, como el ruido de los zopilotes cuando se acercan. Los empezamos a escuchar más claros. Las campanadas avisaban las horas cada vez más rápido. Parecía que el tiempo se había encogido:
Señora de la madrugada: ruega por nosotros. Virgen de los melancólicos: ruega por nosotros. Virgen de los enamorados: escúchanos. Torre del poeta: ampáranos. Crisol de los alcoholes: ten piedad de nosotros. Señora de los pecadores: escúchanos. Señora de los pecadores: resguárdanos. Señora de los pecadores: acompáñanos en la muerte.
Es que se vienen caminando desde el cerro. Se escucha algo y luego se pierde y luego se vuelve a escuchar, como si fuera un aleteo de murciélagos. ¿Hace cuánto que usted viene, viejo? Hace mucho, no me acuerdo, muchacho. Pero anda, lee las tumbas para poner las veladoras. Ya casi amanece y tengo que regresar al sepulcro.
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