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Pinta en el antiguo edificio del Congreso de Morelos, el 8 de marzo de 2020, durante la Marcha de las Mujeres - Foto: Foto: Jaime Luis Brito

Patriarcado/I

Primera parte: situación del problema; este texto fue publicado originalmente por la agencia alainet.org, sitio de la Agencia Latinoamericana de Información (ALAI); contenidos sobre DH, igualdad de género y participación ciudadana

Por: Marcelo Colussi, Visitas: 836

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No es ninguna novedad que las mujeres gozan de menos derechos que los varones en prácticamente todos los rincones del mundo. Eso está comenzando a cambiar, muy lentamente quizá, pero sin vuelta atrás. Ya hay transformaciones importantes en curso, aunque todavía resta muchísimo por avanzar. Lo cierto es que el patriarcado, con mayor o menor virulencia, sigue siendo aún una cruel realidad en todo el planeta. No puede precisarse cómo seguirán esos cambios, con qué velocidad, cuál será el producto de todo ello. El aporte aquí presentado pretende ser un elemento más para esa gran transformación ya en marcha. Lo más importante a destacar es que algo comenzó a moverse y debemos seguir impulsando esa tendencia.

Amparados en la pseudo explicación de "ancestrales motivos culturales", puede entenderse –jamás justificarse– la lógica que hay en juego en el patriarcado. A partir de descifrar eso, puede entenderse una retahíla de atrocidades: los arreglos matrimoniales hechos por los varones a espaldas de las mujeres, el papel sumiso jugado por éstas en la historia, el harem, la ablación clitoridiana en nombre de la exclusividad masculina del goce genital; puede entenderse que una comadrona en las comunidades rurales de Latinoamérica cobre más por atender el nacimiento de un niño que el de una niña, o puede entenderse la lógica que lleva a la lapidación de una mujer considerada adúltera en el África.

En ese orden –y es lo que tratará de explicitarse en este escrito– puede verse cómo esa matriz fundamenta nuestras sociedades basadas en clases sociales, asimétricas, y por tanto, violentas. Propiedad privada, familia, dominación y patriarcado son elementos de un mismo conjunto. Es imposible –quimérico, podría agregarse– pretender establecer un orden cronológico en todo ello. Lo cierto es que, desde sus orígenes hasta la fecha, funcionan indisolublemente. El pensamiento dominante de una época, la ideología –también las religiones, con la importancia toral que han tenido y continúan teniendo en la actualidad en todos los asuntos que podrían llamarse sociales, o éticos–, certifican esta unión entre los elementos mencionados. Nuestras sociedades se basan indistinta e indisolublemente en todo eso. Por tanto propiedad privada, su defensa violenta (léase: guerras, entre otras cosas, represión de toda protesta social, de todo intento de cambio), y patriarcado son una misma cosa.

En toda relación interhumana, la ideología dominante parte de la base (errónea, por cierto) de una situación "natural", que interesadamente podría tomarse por "normal". Pero sucede que en la dimensión humana no hay precisamente "buenos" y "malos", ángeles y demonios, una normalidad dada de antemano, genética. Menos aún, una pretendida normalidad determinada por los dioses (dicho sea de paso: ¿cuáles?, visto que existen tantos, 3.000 al menos según el conteo de la ciencia antropológica). Hay, en todo caso, conflictos ("La violencia es la partera de la historia", anunciaba Marx con una clara inspiración hegeliana). El paraíso libre de conflictos es un mito, está irremediablemente perdido.

Quizá en un arrebato de modernidad podríamos llegar a estar tentados de decir que las religiones más antiguas, o los albores de las actuales grandes religiones monoteístas, son explícitas en su expresión abiertamente patriarcal, consecuencia de sociedades mucho más "atrasadas", sociedades donde hoy ya se comienza a establecer la agenda de los derechos humanos, incluidos los de las mujeres como una imperiosa necesidad de reparar injusticias históricas, sociedades que van dejando atrás la nebulosa del así llamado "sub-desarrollo". Así, no nos sorprende, por ejemplo, que dos milenios y medio atrás, Confucio, el gran pensador chino, pudiera decir que "La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo", o que el fundador del budismo, Sidhartha Gautama, aproximadamente para la misma época expresara que "La mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará".

Tampoco nos sorprende hoy, en una serena lectura historiográfica y sociológica de las Sagradas Escrituras de la tradición católica, que en el Eclesiastés 22:3 pueda encontrarse que "El nacimiento de una hija es una pérdida", o en el mismo libro, 7:26-28, que "El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse". O que el Génesis enseñe a la mujer que "parirás tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu marido y él tendrá autoridad sobre ti", o el Timoteo 2:11-14 nos diga que "La mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo no permito a una mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en silencio".

Reconociendo que los prejuicios culturales, racistas y machistas, siguen estando aún presentes en la Humanidad pese al gran progreso de los últimos siglos, desde una noción occidental (eurocéntrica y colonialista), podría pensarse que son religiones "primitivas" las que consagran el patriarcado y la supremacía masculina. Así, ente la población africana, es común que en nombre de preceptos religiosos (de "religiones paganas" se decía no hace mucho tiempo) más de 100 millones de mujeres y niñas son actualmente víctimas de la mutilación genital femenina, practicada por parteras tradicionales o ancianas experimentadas al compás de oraciones religiosas a partir del concepto, absurdamente machista, que la mujer no debe gozar sexualmente, privilegio que sólo le está consagrado a los varones, mientras que eso por cierto no sucede en sociedades "evolucionadas".

Incluso podría decirse que si la religión católica consagró el machismo, eso fue en tiempos ya idos, pretéritos, muy lejanos, y no es vergonzante hoy que uno de sus más conspicuos padres teológicos como San Agustín dijera hace más de 1.500 años: "Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle". Es decir: la mujer siempre como objeto, y más aún: objeto peligroso.

En esa línea, tampoco llama la atención que hace ocho siglos Santo Tomás de Aquino, quizá el más notorio de todos los teólogos del cristianismo, y presente entre nosotros en nuestra ideología cotidiana –sin saberlo, somos todas y todas aristotélico-tomistas– expresara: "Yo no veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos".

Las religiones, y por tanto el sentido común dominante, ven en la sexualidad un "pecado", un tema problemático. Sin dudas, ese es un campo polémico, plagado de dificultades. Pero no porque lleve a la "perdición" (¿qué será eso?) sino porque es la patencia más absoluta de los límites de lo humano: la sexualidad fuerza, desde su misma condición anatómica, a "optar" por una de dos posibilidades: "macho" o "hembra".

La constatación de esa diferencia real no es poca cosa: a partir de ella se construyen nuestros mundos culturales, simbólicos, de lo masculino y lo femenino, yendo más allá de la anatómica realidad que nos es dada desde el nacimiento. Esa construcción es, definitivamente, la más problemática de las construcciones humanas, y siempre lista para el desliz, para el "problema", para el síntoma (o, dicho de otra manera, para el goce, que es inconsciente. ¿Cómo entender desde la lógica "normal" que un varón impotente o una mujer frígida, o un alcohólico con su compulsión destructiva a beber, "gocen" con su síntoma?). A partir de esa construcción simbólica, se "construyó" masculinamente la debilidad femenina. Así, la mujer es incitación al pecado, a la decadencia. Su sola presencia es ya sinónimo de malignidad; su sexualidad es una invitación a la perdición, a la locura. Por eso, al menos en la construcción judeo-cristiana dominante en Occidente, la sexualidad "correcta" debe estar solo al servicio de la reproducción. Lo demás (el goce) es pecado.

De ahí al moralismo condenatorio, un paso. "Adán y Eva y ¡no Adán y Esteban!", vociferaba un predicador evangélico, Biblia en mano. No caben dudas que el campo de la sexualidad y las relaciones afectivas en su sentido amplio siguen siendo –no hay otra alternativa parece– el doloroso talón de Aquiles de lo humano. ¿Por qué, indefectiblemente, en toda cultura y todo momento histórico, se ocultan las "zonas pudendas"? Pero, ¿por qué son pudendas?, justamente. ¿Por qué toda la construcción en torno a esto es tan, pero tan problemática?

El psicoanálisis nos da la pista: no queremos saber nada de la incompletud, de la falta, por eso tapamos los órganos que nos ¿avergüenzan?, porque descubren que estamos en una carencia original: no podemos ser al mismo tiempo todo, machos y hembras. Por eso se prefiere una psicología de la felicidad que nos otorgue manuales y fórmulas de autoayuda para ¿triunfar en la vida? y asegurar el "amor eterno" (que, en realidad, no dura mucho), y nos exime de esta angustiante tarea de reconocer la incompletud. Resaltar la misma no es muy grato, hiere nuestro narcisismo; mantener la ilusión de la completud obviando el conflicto a la base, es mucho más gratificante. Las religiones, en general, no dicen algo muy distinto a esta psicología de la buena voluntad, de la felicidad. Por eso todavía siguen ocupando un importante lugar en la dinámica humana. Son siempre la promesa de un paraíso por venir, la explicación de lo inexplicable, el bálsamo que todo lo suaviza. La cuestión es que el único paraíso existente es el paraíso perdido.

Como un dato con algo de "perturbador" (al menos para la conciencia tradicionalista y reaccionaria) que no puede dejarse pasar inadvertido, valga considerar este ejemplo que debería cuestionar radicalmente esta ideología de la virilidad, del "macho": en la ciudad de Guatemala, (capital de un país conservador desde el punto de vista ético, declaradamente cristiano –pero con un porcentaje de abortos de los más altos de Latinoamérica, por supuesto clandestinos–), en la última década la cantidad de mujeres trans que ofrecen sus servicios en las calles aumentó en un 1,000%.

¿Cómo entender el fenómeno? ¿Se vuelve más "degenerada" la sociedad, o se permite externar más algo que estaba latente desde siempre? Considérese que quienes demandan el servicio son siempre varones (oficialmente heterosexuales y monogámicos, que quizá van a misa o al culto). Si subió tanto la oferta, es porque hay demanda, nos podrían decir los mercadólogos. Esto de ser ¡puro macho! habría que empezar a ponerlo en cuestión. Lo cual ayudaría a repensar críticamente –para buscarle alternativas, claro está– toda la ideología patriarcal. ¿Qué significa eso de ser "tan machos"? ¿Por qué ser "puto" (en muchos países latinoamericanos: mujeriego, don Juan) en ambientes masculinos –e incluso hasta femeninos– puede ser encomiable, y ser “puta” es sinónimo de desprecio?

Toda esta misoginia que nos envuelve, este machismo que marca tanto a varones como a mujeres, tan condenable sin dudas, podría entenderse como el producto de la oscuridad de los tiempos, de la falta de desarrollo, del atraso que imperó siglos atrás en Occidente, o que impera aún en muchas sociedades contemporáneas que tendrían todavía que "madurar" (y que, por ejemplo, aún lapidan en forma pública a las mujeres que han cometido adulterio, como los musulmanes, o les obligan a cubrir su rostro ante otros varones que no sean de su círculo íntimo).

El Occidente "civilizado" ya no usa cinturón de castidad, pero es realmente para caerse de espaldas saber que hoy, entrado ya el siglo XXI, la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana sigue preparando a las parejas que habrán de contraer matrimonio con manuales y recomendaciones como la que transcribe 20 minutos Madrid, del 15 de noviembre de 2004, año V., número 1,132, página 8, donde puede leerse que "La profesión de la mujer seguirá siendo sus labores, su casa, y debería estar presente en los mil y un detalles de la vida de cada día. Le queda un campo inmenso para llegar a perfeccionarse para ser esposa. El sufrimiento y ellas son buenos amigos. En el amor desea ser conquistada; para ella amar es darse por completo y entregarse a alguien que la ha elegido. Hasta tal punto experimenta la necesidad de pertenecer a alguien que siente la tentación de recurrir a la comedia de las lágrimas o a ceder con toda facilidad a los requerimientos del hombre. La mujer es egoísta y quiere ser la única en amar al hombre y ser amada por él. Durante toda su vida tendrá que cuidarse y aparecer bella ante su esposo, de lo contrario, no se hará desear por su marido".

La idea de "pecado decadente" ligado a las mujeres, no sólo en el catolicismo, sigue estando presente en diversas cosmovisiones religiosas, todas de extracción patriarcal. La anterior cita, que podría tomarse como una exageración, es lo que sigue alimentando la ideología dominante. No hay cinturón de castidad…, al menos en la realidad. El cinturón de castidad sigue presente simbólicamente, en la mentalidad dominante, en las relaciones de poder. Por lo tanto, hay mucho que seguir trabajando aún en todo esto.

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* Marcelo Colussi. Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos.

 

 

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