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Niña proveniente de Chiapas muere atropellada en Cuernavaca - Foto: Milenio

Una extraña enemiga: La tragedia empezó mucho antes

Cuando se obvian las desigualdades estructurales, la indignación que produce la injusticia puede derivar en revictimización

Por: Adriana Figueroa Muñoz Ledo, Visitas: 8711

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La semana pasada, una niña chiapaneca de origen indígena falleció al ser atropellada en una de las avenidas más transitadas de Cuernavaca. Este evento despertó una ola de indignación en redes sociales, y con ella, un fenómeno muy recurrente en estos casos: la revictimización. La niña se encontraba en un semáforo de esa avenida, bailando para obtener unas monedas en compañía de una mujer. En cuanto empezó a fluir la información, buena parte de los comentarios que acompañaban las publicaciones al respecto centraron su atención en la madre, culpabilizándola por permitir que su hija pidiera monedas en la vía pública, no siendo capaz de brindarle sustento económico ni seguridad. Se la señaló repetidamente de ser irresponsable, negligente y culpable indirecta del fallecimiento. Con lo anterior, se asumió que la mujer que acompañaba a la niña era su madre; más tarde, cuando se supo que se trataba de su tía, se recrudeció el señalamiento sobre la madre, pues se le acusó de abandonar a su hija. En estos comentarios, la vulnerabilidad de las personas en condición de pobreza se presenta como producto de una decisión individual aislada, y no como uno de los tantos efectos de un entramado complejo de desigualdades estructurales.

 

Pensar que la pobreza es una decisión de las personas se legitima mediante el discurso meritocrático de que “cada quien tiene lo que se merece según su esfuerzo”, es decir, que la desigualdad social es socialmente justa.1 Aunado a lo anterior, se debe considerar que casi ninguna desventaja social viene sola. Las desigualdades son diversas y se entrecruzan, produciendo resultados generales –como la pobreza–, pero específicos en las vidas de las personas. Esto ocurre porque las vulnerabilidades y las violencias no operan en el vacío: se entrecruzan entre sí y se manifiestan a través de múltiples dimensiones de poder. 

 

En este punto, resultan útiles los conceptos de interseccionalidad y de matriz de opresión. El primero fue formulado por la abogada afroamericana Kimberlé Crenshaw2 y, grosso modo, hace referencia al hecho de cómo diferentes ejes de opresión —como la clase social, el género, la etnicidad o la edad— no se suman de manera simple entre sí, sino que se entrelazan de forma compleja. En el caso que nos ocupa, no solo hablamos de pobreza: hablamos de pobreza, y de ser mujer, y de ser niña, y de ser migrante/desplazada y de ser indígena. Este cruce múltiple de vulnerabilidades configura un escenario en el que las opciones disponibles para sobrevivir se reducen, y mucho.

 

El segundo concepto, la matriz de opresión de la feminista Patricia Hill Collins,1 refiere que la opresión es el resultado de formas específicas de violencia interseccional que ocurren en cuatro niveles: estructural (cuando las instituciones y leyes perpetúan la desigualdad), disciplinario (mediante prácticas y normas sociales que controlan y castigan a quienes desafían el orden establecido), hegemónico (aquellas ideas y creencias que justifican la desigualdad) e interpersonal (nuestras relaciones cotidianas que refuerzan la opresión). Un punto muy importante de esta propuesta es que la opresión nunca permanece el plano abstracto, al contrario, siempre tiene efectos concretos en las vidas de las personas, produciendo jerarquías que naturalizan que ciertas vidas valgan menos que otras. Esta niña no murió solo porque un automóvil la atropelló; murió porque el Estado no garantiza el bienestar de toda su población, porque la pobreza de las personas indígenas se normaliza, y porque la narrativa pública tienden a culpar a las madres –más aún si son pobres, más aún si son indígenas– en lugar de cuestionar las estructuras que las acorralan.

 

Al focalizar la culpa en la madre o la tía (sobra decir que poco o nada se dijo sobre el padre), se desvancecen las otras responsabilidades, no solo las del Estado, también las del resto de la sociedad, particularmente de aquellas élites que se benefician de la pobreza y la desigualdad. La revictimización desvía la mirada hacia el individuo en lugar de mirar al sistema y sus complejidades. Es más fácil culpar a una madre (léase también “mujer”) que cuestionar un orden social profundamente desigual del que unos se benefician, otros lo sobrellevan y otros lo pagan muy caro.  Traducir la indignación en linchamiento moral contra otras mujeres precarizadas no solo no abona a solucionar el problema, lo empeora.

 

Finalmente, no basta con lamentar la pérdida, es necesario transformar las condiciones que la hicieron posible y, con ello, aceptar que hay vidas que notamos solo hasta que se pierden. Omitir, invisibilizar, negar derechos y colocar a las personas en condición de vulnerabilidad también es una forma de matar. 

 

Fuentes:

[1] Hill Collins, P. y Bilge, S. (2019). Interseccionalidad. Ediciones Morata.

[2] Crenshaw, K. (1989). Desmarginar la intersección raza/género.

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